domingo, 3 de enero de 2010

La cueva del Luterano



Arriba: Entrada a la cueva.
Abajo: Detalle del escudo de la ciudad de Riobamba (Ecuador)

En Guamote (Chimborazo, Ecuador, Sudamérica), a pocos kilómetros de la cabecera cantonal, permanece impasible y oculta en lo alto de una montaña, la cueva del misterioso personaje que ha sido inmortalizado en dos de los escudos de las ciudades de Chimborazo.
Llegar a la cueva desde la ciudad de Guamote es cuestión de media hora a lo mucho, siempre y cuando se cuente con un guía. Y por supuesto, con una mediana condición física.
Para llegar a la cueva, tome la senda de la carretera García Moreno y pase el Camal hasta llegar a la intersección de las vías del ferrocarril. Entonces, hay que transitar por el puente Negro, lo cual tiene su grado de riesgo porque a cada paso, los espacios entre durmientes dejan ver el transitar del río. Las piernas parecen jugar su propia partida con las vigas de madera. Después del primer trance, y un pequeño cruce, estamos ante un camino abierto en la montaña de apenas tres metros.
Esta misma tierra habrá sentido hace más de 4 siglos los pasos de un enigmático extranjero de 60 años, que no tenía más compañía que un caballo con el pelaje negro y unos reflejos rojizos que lo mostraban como envuelto en llamas cuando el sol ardía con mayor fuerza.
La cabeza de este hombre, cruzada con espadas, es la que permanece congelada en el tiempo, ahí en el escudo de armas de Riobamba, concedida por el propio Rey de España como premio a la fidelidad de la villa a la religión católica. Y también en el escudo de Guamote, aprobado en mayo de 1947.

La leyenda

Juan de Velasco y Federico González Suárez cuentan con pequeñas diferencias la leyenda que tiene como protagonista al Luterano. Dice así:
Vivía en las cercanías de Guamote un hombre extranjero y hosco que vivía de alquilar su caballo. De vez en cuanto se presentaba en la entonces aldea de Riobamba (actual Cicalpa, cantón Colta) a pedir limosna pero no en nombre de Dios como era la costumbre de la época. Apenas decía: - - ¿Habrá un pan? ¿Habrá un real?
Lo peor sucedió durante la misa solemne en honor a San Pedro, patrón del asentamiento. En el momento que el sacerdote levantaba la hostia, el ermitaño de Guamote la arrebató de las manos y la arrojó al suelo.
- “Ya veremos si volvéis a consagrar otra vez” - vociferó mientras trataba de herir al cura con un cuchillo.
Ante tal desacato, los caballeros blandieron sus espadas y ajusticiaron al extranjero. Las investigaciones posteriores concluyeron que el individuo era un fanático, un luterano, que pensaba cumplir con un deber de conciencia al profanar el sacramento.
Al enterarse de los hechos, Lope Diez de Armendáriz, Presidente de Quito, ordenó que el cadáver del sacrílego fuese incinerado, lo cual se cumplió.
Los historiadores difieren en la fecha del suceso. Para González Suárez, debió ser entre los años 1588 y 1589; para el padre Juan de Velasco, en cambio, el sacrilegio ocurrió en 1620 aproximadamente.
El investigador Miguel A. Alcoser Zavala, en su “Historia de Guamote” acude a las Ordenanzas del Cabildo de la antigua Riobamba (Villa del Villar Don Pardo) donde se habla del escudo de armas y dentro del relato se aporta con el año del suceso:

Primeramente declaramos que esta Villa tiene por amas y orlas la insignia del Santísimo Sacramento y las llaves del señor San Pedro, patrón de ella, por haberles concedido sus vecinos y moradores en el año de mil quinientos setenta y cinco (1575), día del bienaventurado San Pedro cuando el Luterano, que andaba en hábitos de ermitaño y tenía su habitación en los tambos de Guamote, vino a la Iglesia Mayor de esta Villa se cansó de oír misa en ella, y se puso en la última grada, junto al altar mayor, a donde asistió al sermón y Oficios Divinos y al tiempo de elevación del Santísimo Sacramento envistió de repente al sacerdote que celebraba la Misa y con cuchillo en mano y ánimo sacrílego asió de la Hostia consagrada y le arrojó en el suelo y tiró de puñaladas al dicho sacerdote y le matare, si ya entonces no hubieran acudido los vecinos honrados que lo vieron, con espadas desnudas a defenderle, y el Luterano con una silla de sentar que cogió, se defendió con una osadía que obligó a matarlo, sin embargo de que quisieron prenderle vivo para hacer las diligencias convenientes a tan atroz delito, si bien aunque murió de infinitas heridas que le dieron, no salió de ellas ninguna sangre hasta que le sacaron de la dicha iglesia a la plaza mayor, donde estando corrió de dichas heridas cantidades de sangre y el cuerpo maldito se quemó e hizo cenizas. (Artículo primero de las Ordenanzas del Cabildo).

Para entonces ya se había forjado la leyenda y se habían aumentado detalles de carácter sobrenatural. Entre ellos, que el cuerpo del Luterano nunca expidió una sola gota de sangre dentro del templo, porque no podía mancharse el lugar santo con algún resto del hereje, y que el cuerpo se había convertido en cenizas.

La caminata

La escalada, al propio paso del caminante, permite detenerse de vez en cuando para tomar una fotografía, admirar el paisaje o reconocer algún tipo de planta o flor silvestre.
Luis Segarra, inspector del colegio Velasco Ibarra del cantón Guamote y nuestro guía, demuestra su experticia y se adelanta en unos cuantos metros, hasta que por fin se detiene en lo alto, y sospechamos que la cueva está cerca.
Al llegar vemos la abertura en la peña de roca maciza y por fin estamos en el mismo sitio donde el Luterano habría encontrado refugio.
- En alguna ocasión que subí encontré cirios dispuestos como para algún tipo de ritual- comenta.
La exploración dura poco, porque el agujero de la cueva es pequeño y no nos imaginamos cómo un hombre podía acomodarse en el lugar.
- Se presume que algún tipo de movimiento de tierra cerró el resto de la cueva –explica Segarra.
Desde ahí, en las alturas, podemos conectarnos con el pasado y sentir por breves momentos el aislamiento de aquel hombre, que perdió la razón paulatinamente, hasta el punto de haber cometido un acto que indudablemente significaba su propia muerte.

Otra versión de los sucesos

El periodista e investigador Juan Carlos Morales Mejía en la obra “Riobamba: del Luterano al terremoto” presentó una nueva versión de los hechos reseñados anteriormente. En ella se devela el juego de intereses de acomodados habitantes de la Villa y se descubre la historia del hombre detrás del mito.
Morales acudió al trabajo de Laura Pérez de Oleas Zambrano, publicado en “Museo Histórico” (órgano de difusión del Museo de Quito) en 1953, cuya narración seguimos a continuación.

Entre 1571 y 1575, en las colonias españolas como en todo el mundo occidental, estaba instaurado el poder de la Religión Católica, que había encontrado en la Santa Inquisición el aparato coercitivo para evitar prácticas consideradas como frutos del demonio y la hechicería.
La persecución avanzó hasta quienes no practicaban la misma religión, aún más cuando estaba fresca la Reforma causada por el rebelado fraile Martín Lutero. De ahí que su nombre era oído con horror y como símbolo del sacrilegio.
Parte de la tragedia del médico austriaco Sibelius Luther, fue precisamente tener un apellido similar al de aquel fraile considerado maldito. De Luther, el apelativo pasó fácilmente a Luterano.
El extranjero apareció en Guamote, y desde el principio llamó la atención porque gustaba de recolectar flores, plantas e insectos, los cuales guardaba cuidadosamente en una caja. Siempre se lo veía acompañado de un perro y de su caballo azabache.
Lo poco que se sabía de él era terrible, pues había huido de Hungría, tras un crimen pasional del cual fue víctima su propio hermano. Como una forma de purgar sus penas, dedicó su labor científica a curar a los indígenas y menesterosos. Pronto fue conocido como “Padre Blanco” entre ellos.
La veneración que inspiraba Luther entre los indígenas no fue bien vista por el cura del Corregimiento, Horacio Montalván, quien prohibió que le vendieran productos y conversaran con él.
Luther recorrió por mucho tiempo la aldea, pero no pudo conseguir pan, leche, vino, harina o siquiera un vaso de agua. Su ánimo cambió considerablemente y su presencia se fue desgastando.
Un día se acercó a un merendero y solicitó un poco de pan. La mujer que atendía se indignó ante la sequedad y le exigió que pidiera en nombre de Dios. Luther se negó a hacerlo y desde entonces fue considerado un blasfemo que renegaba de Dios.
Lo sucedido trascendió en todo el pueblo y llegó a oídos del cura Montalván, quien decretó la excomunión del extranjero. Pero no fue todo, un día al encontrarlo, ordenó su arresto para ser juzgado por el Santo Oficio. Tras una bofetada, Luther firmó su sentencia de muerte al vociferar:
- Ave agorera... Algún día cortaré esas manos que se levantan injustas sobre mí.
El médico logró escapar y se internó en lo profundo de las cuevas. Allí terminó de desquiciarse.
Durante la misa del 29 de junio de 1575, cuando la iglesia lucía abarrotada de fieles, un hombre cubierto con una capa negra avanzó silenciosamente hasta el altar y en el momento que el cura Montalván pretendía consagrar lo atacó. Era Sibelius Luther, quien pretendía cortar las manos del sacerdote.
- Nunca más volverás a ultrajarme ni a consagrar con esa mano maldita”- dijo.
Los asistentes impidieron que se concretara la acción y sacaron sus espadas para victimar al Luterano.
El presidente de la Real Audiencia, don Lope Diez Auz de Armendáriz, ordenó que el cadáver fuera puesto en la horca un día, que se le arrancara la lengua, y que luego fuera incinerado. Así se hizo, pero los indios se encargaron de recoger las cenizas en una vasija para luego enterrarla muy hondo en las cercanías de la Laguna de Colta.
Morales Mejía argumenta, sobre la base de esta versión, que el asesinato del Luterano se fue consolidando como un imaginario colectivo para solicitar a España la categoría de villa.

El retorno

Los cantones de Guamote, Colta y Riobamba están íntimamente unidos por esta historia, que para algunos significa la honorabilidad de un pueblo, y para otros simplemente es el maquillaje de un asesinato.
Las reflexiones nos acompañan el resto del camino, y no es difícil que el viento, la tierra y el agreste paisaje nos envuelvan en su misterioso manto.
- ¿Qué hacemos con el pasado? –musitamos mientras plantamos nuevamente los pies en los caprichosos durmientes del puente.

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